Uno va andando con la gallardía que le corresponda a su presencia (cada cual con la suya propia), orgulloso de estar en esta vida, de ser una persona decente y de buen talante, disfrutando del paisaje, seguro de sus pasos, quizá pensando en dónde está aquella tienda o qué graciosos aquellos pájaros o aquel hombre que pide dinero qué bien toca la flauta… el ritmo es constante, el impulso perfecto, la temperatura es adecuada: uno, dos, uno, dos, con un ligero tambaleo de un lado a otro, va caminando tranquilamente hasta que WOP, eso es lo que sale por la boca cuando de pronto uno ya no mira al frente, porque ha visto en un instante violentamente interrumpida su armonía en el caminar, la cabeza describe un arco en el aire que la dirige hacia delante, haciendo que ésta llegue mucho antes que el resto del cuerpo, sí, que llegue a ningún sitio en concreto, simplemente, más rápido que el resto del cuerpo. Por fortuna, somos ágiles y elegantes y, después de tan sublime elevación, plantamos firmemente los dos pies en el suelo, nos erguimos si cabe más que antes y, tras mirar indignados qué baldosa levantada, piedra, pivote o diabólico artefacto del pavimento produjo aquel vistoso tropezón, seguimos caminando como si nada, incluso como si, por qué no, nos hubiera dado por dar de repente un salto callejero por adelantar un segundo en nuestra vida, porque no quisimos pisar a un animalillo o porque nos vino a la mente una idea genial, porque somos sabios, porque, efectivamente, tropezar es de sabios. Hoy me he tropezado ya tres veces.